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Quisto Ladio blog
El blog de Pico para compartir con el mundo
14 de Octubre, 2010 · General

Un hombre subido a la altísima antena de la empresa de teléfonos



4

 

Luis Olmedo, el sacrificado editor del periódico local, hojea y manosea las abundantes páginas que le supieron alcanzar a su escritorio en las que, Alcibíades Zutano, plasmara su óptica particular referida a las historias sucedidas -o casi sucedidas- en un Bell Ville incierto.

  El escriba, duda en sacar a la luz varias de las narraciones tenidas por ciertas en el cúmulo de papeles que espera destino de publicación. Se lo impide su comprometido pudor de hombre de letras, su prestigio de años ofreciendo a la consideración pública un producto de alta credibilidad, sostenido en el tiempo.

  No obstante, hay mucho de ese material que lo seduce al editor, lo domina y obliga a darle forma narrativa aunque, una vez difundido, pueda parecer el mayor de los despropósitos periodísticos.

  Por caso. “Diga usté que yo lo conozco de años al Dopacio, Alberto Rogaciano; que, si no, hubiera dudado de sus condiciones pisicoperapéuticas. Lo único que podría haber sido considerado como un defeto en su habla es que permanentemente utiliza el geringoso y de a ratos el jerigonzo. Por lo demás, es un cristiano como cualquiera” –iniciaba su fallida perorata Alcibíades Zutano.

  Ocurrió que, Alberto Rogaciano Dopacio, repentinamente pareció haber perdido su razón y se encaramó presuroso, antes que cualquier testigo pudiera evitarlo, en la estremecedora estructura de la torre de comunicaciones de ENTel, escalón tras escalón, peldaño a peldaño, hasta subirse  más allá de las tres cuartas partes de su gigantesca y esquelética altura.

  Dos semanas y media duró la “invasión de propiedad privada aérea” –al decir del subcomisario de turno, Hugo Tedesco, cuando tuvo que notificarse del curioso ilícito- durante las cuales se debió renegar hasta lo indecible para poder obtener la suficiente vianda para el “atrincherado en las alturas” y sin contar con el resto de sus urgencias y necesidades.

  Por el lapso de una semana, Dopacio no dio señal alguna de mostrar algún tipo de protesta que justificara su trepada extraordinaria. “Come y no habla” –sabía relatarle Tedesco a la prensa especializada de toda la provincia que se llegó hasta el poblado, para delicia de los hoteleros del Central, del Italia, del España y los residenciales habilitados.

  De tal manera, la Fiscalía local ordinaria competente, comisionó a los más expertos mediadores policiales, hábiles en la resolución de casos de secuestros con toma de rehenes y petitorios descomunales.  Poco pudieron hacer los diestros uniformados ante una férrea negativa del acomplotado a dialogar con cualquiera de ellos. A la semana y un día, el escalador dejó caer un breve mensaje mal escrito en un papel de seda Mariposa, que había tenido el tino de portar consigo, como para despuntar el vicio del tabaquismo, suspendido en las alturas.

  Como el escrito viajó a capricho de la ventolera, recién a las ocho cuadras del suceso se pudo pisar el papelito para poder llevarlo junto a las autoridades intervinientes. “Quiero que venga Zutano” –decía escuetamente el texto receptado.  

  Y Alcibíades Zutano subió hasta la altura de la somera pasarela, dispuesta a manera de descanso, pocos metros antes de la ubicación de las primeras pantallas parabólicas.

  No obstante el nivel alcanzado por el colaborador convocado, la figura de Dopacio, “el peticionante que no pedía nada”, aún era una silueta confusa entre tanto hierro rojo y tanto hierro blanco, de la moderna  estructura. De todas maneras, Zutano consideró que, haber llegado hasta allí y volverse sin intentar una comunicación, era algo que no correspondía para alguien de su  prosapia. “Nieto de don Fulano se arrugó en lo mejor” –dirían los titulares de los semanarios- “El pariente del héroe popular en realidad es un tembleque” –o algo así, le enrostrarían al descender, sin empacho, los periodistas.

  Entonces, juntando fuerzas, gritó: ¡queloquiereee, Dopaciooooo!! Y, Dopacio, nada…

  Dos o tres veces, el intermediario repitió la operación, hasta que, viendo la buena voluntad puesta de manifiesto por Zutano y que, al fin y al cabo, él mismo lo había convocado, Dopacio aflojó y habló…A su manera, claro…

  “¡Quieperopo quepe vepengapa mipi papapapa…!!!”.

  “¿Qué dijo?”, requirió el subcomisario Tedesco, veinticuatro escalones más abajo.

  “No le oigo bien, parece que quiere comida…”

  “¡Nopo! –gritó el encaramado- Quieperopo apa mipi viepejopooooo!!!” –aullaba desencajado.

  “¡Ahpa! ¡Yapa copomprependopo!”

  “¿Qué dijooo?” –Tedesco, cada vez, se salía más de sus casillas.

  “Yo le cuentooo –lo tranquilizaba Alcibíades Zutano- pasa que, este buen hombre, siempre tuvo guardado para si mismo el dolor de que su padre lo abandonara siendo muy ninio. Ahora, con más de 50 años, parece que el trauma le brotó por todos lados y… ¡Se le dio por subirse a la antena!!” –aclaraba la situación el servicial  A.Z.

  “¡Con razón, habla para el cuerno!!!! –Se autoconvencía Tedesco, el policía- ¡Pregúntele adonde vive el viejo, digo… el padre, y se lo vamos a buscar con la fuerza públicaaaa!!!” -propuso.

  “¿Apa dopondepe vipivepe supu papapapa, Dopopaaciopo???”

  “Epen Moporripisopon…” –avisó Dopacio

  “¡Dice que...Epen Moporripisoponnnnn!!!” –confundía más, Zutano.

  “¿Queeeeee?

  “¡En Morrisonnnn!, carajooo!!!! –perdiendo la compostura, el colaborador traducía.

  Más temprano que tarde, una comisión conformada por dos Peugeot 404, una pick up F100, un rastrojero IME y dos motos Puma, cuarta serie, dirigieron su velamen hacia “el pueblo de las flores”.

  Todo el personal, había juramentado a los gritos desde debajo de la antena, sobre calle Hipólito Irigoyen, que volverían con Dopacio padre, o si no, que Tedesco hiciera tronar el escarmiento…Aunque nada de esto pudo alcanzar a oír el subcomisario subido a la metálica escalera, sujeto con su cinturón oficial de policía provincial.

  Mientras tanto, en pleno uso de sus atribuciones de mediador, Alcibíades Zutano intentaba calmar la desesperación de ese pobre párvulo, tan prontamente devenido en hombre, quien clamaba a los cuatro vientos –vendavales, a esas altitudes- por el cariño arrancado de su progenitor huido…

  “¡Nopo sepe lepe vapaya apa quepereper opocupurripir tipiraparsepe, Bepetipitopo!!!! –confianzudo, lo amansaba.

  “Nopo mepe jopodapa, Zuputapanopo!!! –amenazaba el irascible.

  “Yapa fueperopon apa bupuscapar apa supu papadrepe…Dopacio…” –cansado lo anoticiaba, el hombre.

  “¡Nopo sapabepe copomopo sepe lopo vopoiapa apagrepedepeceper...Zupu...!!!”

  “¡Nopo tiepenepe popor quepe!”

  ..........................................................

  Las horas fueron transcurriendo y la noche comenzaba a tender su manto sobre la desgraciada escena. Zutano permanecía como un general prusiano, abrazado de un travesaño lleno de bulones, a veces blancos, a veces rojos. El abrumado rebelde, se mantenía enhiesto haciendo equilibrio sobre una antena de las más gordas, a modo de protección contra los vientos envolventes. No habían sido amigos, allá abajo. Conocidos y gracias, pero vaya a saber que perfil noble de Alcibíades Zutano había elegido Dopacio para considerarlo como un aliado en la desventura de la tremenda determinación de abalanzarse sobre un vacío lleno de incógnitas, al momento de saltar rumbo a la nada.

  “¡Nopo, yopo nopo mepe ipivapa apa tipiraparmepe!!! –advirtió Dopacio- Queperipiapa veper sipi vepeipiapa lapa capasapa depe mipi papadrepe depesdepe apaquipi!!!!”.

  “Bupuepenopo…váyase al mismísimo demonio, entonces, Dopacio!!!!!!” –bramó Zutano, segundos antes de bajarse de la antena en menos que canta un gallo.

  Al caer la noche, la patrulla de policías retornó de la vecina localidad sin la compañía esperada del padre de Dopacio. Por datos que se obtuvieron luego, el hombre habría muerto veinte años antes…en el propio domicilio particular del protestante alpinista”.

  Cuando éste descendió de su bruma mental, Tedesco lo remitió sin mayores trámites, para su atención correspondiente, en una de las salas más recomendables del área de Salud Mental del Hospital Regional, orgullo de los bellvillenses.

 

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