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Quisto Ladio blog
El blog de Pico para compartir con el mundo
20 de Abril, 2010 · General

Un Quisto Ladio en Frayle Muerto


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Dos caballos, dos culturas

 Bien no recuerdo, a esa altura, si ya habían comenzado las heladas a blanquear, con su frío adormecedor, las primeras horas de la noche. De todos modos, con el retiro del sol, la temperatura había descendido considerablemente en aquella jornada de abril.

  Cercano a los límites que sobre la costanera tienen las instalaciones del club Bell, me vino a la mente el interrogante sobre los modos que las conductas sociales de antaño convocaban a la práctica del deporte a los primeros pobladores de Fraile Muerto, o San Jerónimo, según los años.

  No obstante, el fugaz cuestionamiento, pronto se desvaneció frente al importante cúmulo de  recuerdos propios vinculados con mi niñez y adolescencia, en relación al centenario club con idéntico nombre inglés al propuesto y obligado por Sarmiento en 1870.

  Realmente, adquiere mucho más valor para uno el hecho de haber protagonizado los sucesos, o haber sido espectador - testigo privilegiado de los acontecimientos, en comparación con la información adquirida de otro modo.

  Cada paso que daba me convencía más de mi comprobación y  poco faltaba para que mi breve reflexión tomara carácter de enunciado, cuando, la conocida vocecilla, entre lo criollo y lo castizo, de don Agustín, me arrebató para la cruda realidad (¿realidad?).

  -¿Anda de paseandero, caballero?

  -Aproveché que tenía que arrimarme hasta la casa de un amigo por estas latitudes y me dejé apoderar por mis recuerdos de juventud –le respondí estoico e invulnerable, eludiendo la chanza arribada desde otros siglos.

  -Déjese de afrentas y salúdeme como un gentilhombre que asevero que usted es…

  -Está bien –le acepté, bajando la guardia y la altanería- No sé si preguntarle como le va, por que no se si, en su condición, el ánimo y las vicisitudes cotidianas, lo afectan de alguna manera.

  -Digamos que me va bien. A usted le traerá menos complicaciones mi respuesta y yo me daré por saludado…  

  -De acuerdo… ¿no tiene frío?...Oh! bueno, perdone…

  -Atiéndame, no me puede negar que, antes de andar recordando sus amoríos de adolescente, que tuvieron lugar en las dependencias de esta entidad deportiva, se preguntaba sobre los entretenimientos de la gente de la colonia, ¿verdad?

  -No se lo puedo negar…

  -Ah! Bien entonces… Yo tengo alguna respuesta para su devaneo. Se trata de la actividad del polo que fuera importada por los primeros ingleses, que como ya bien sabe, tuvieron destacado protagonismo en el crecimiento de este lugar.

  -Dele –balbuceé nuevamente, equivocando el debido tratamiento de cortesía con el sabedor historiador de fantasmal aparición.

  Sin más, don Agustín se despachó sobre las lides que tenían entretenidos a los ingleses en plena confraternidad con los criollos autóctonos, ya cansados de tanto enfrentamiento, burlas y breves disputas sin consecuencias.

  A decir verdad, a los anglos, no les quedaba más remedio que instruir a los más audaces naturales para poder llegar a conformar las distintas escuadras deportivas. Para sorpresa de los inmigrantes, los novatos prontamente aprendieron a dominar el juego, ayudados por el excelente dominio del caballo que poseían, a los que conducían en pelo.

  El predio selecto para la práctica de las partidas, estaba ubicado en inmediaciones de la estación de ferrocarril. En esos terrenos, también se acostumbraba jugar al cricket, pactándose reñidos partidos con elencos arribados desde Rosario.

  Pero, los grandes lances, indudablemente estaban reservados a las carreras de caballos. Estas concitaban la atención generalizada de todos por igual y se competía alternando caballos mestizos con mestizos, mestizos con criollos y criollos entre si.

  Siempre se corría en línea recta, aun cuando las distancias fueran enormes. Una de ellas, de 1.300 metros, fue disputada con gran repercusión, entre “el Sargento”, corcel de los ingleses y “el Malacara”, propiedad de la familia Vivanco, cedido en préstamo a Domingo y Juan Mendoza para el evento.

  Pronto, las parcialidades se dividieron inconfundiblemente. La colonia británica alentaba a viva voz al crédito insular, mientras que la paisanada, respaldaba incondicionalmente al Malacara, pese a que la justa comprendía un tirón demasiado largo para la costumbre de un caballo criollo.

  Ya los aprontes habían finalizado, los jinetes habían sido convenientemente adiestrados sobre la estrategia más conveniente para tan importante competencia y, las apuestas, corrían a raudales. Los Mendoza, gente rica, se sentían ganadores, acompañados de los Casas, los Taborda, los Vivanco, los González, los Españón, los Caballero, los Villarroel, entre otros adherentes. La pista había sido convenientemente acondicionada durante varios días para no ofrecer dificultades para su tránsito. Los espectadores se contaban a millares, entre ambos sexos y toda edad.

  Aficionados de Córdoba y Rosario, también habían llegado hasta el lugar, arribados desde sendos trenes coincidentes al mediodía. Era aquella estación, la sede de todo tipo de recepción social y, esta vez, del baile prometido para el festejo de los ganadores de aquella jornada lúdica.

  Vehículos de todas las condiciones, formaban un apretado cerco sobre ambos límites de la cancha compactada. Hubo venta de bebidas y comestibles al fuego. Esto generaba una densa cortina de humo que se abatía sobre el público, acrecentado por la confusión de olores que emanaban de la hechura del asado, los chorizos y las empanadas fritas en grasa, entre otros compuestos culinarios.

  Mientras la expectativa se acrecentaba, las damiselas más agraciadas se paseaban nerviosas e inquietas sobre sus volantas, ataviadas con sus mejores galas y luciendo sus infaltables sobrillas, desde donde distraían con sus miraditas y sonrisas a los caballeros ansiosos por ver el desafío.

  La jornada estaba inmejorable, el tibio sol otoñal colaboraba aportando su mejor presentación.

  Desde lejos, por fin, se pudo advertir el arribo de los equinos, los que, acompañados por sus conductores, eran tirados de a pie hasta el lugar de la largada.

  “El Malacara, era más bien hundido de vacíos. El Sargento, al contrario, medio abultado de vientre pero con su soberbia alzada, su pelo satinado y sus ojos vivaces revelaban su origen, aunque era nacido aquí. Era un ejemplar realmente hermoso. El público se agolpaba y no se cansaba de mirar a los parejeros que pasaban como adormilados hacia su raya de largar”.

  Ramón Aragón, criollo gaucho largamente aventajado en esas lides, era el encargado de guiar al Malacara. Arturo Bauner, alias el Gauchito, un inglés acriollado, piloteaba al Sargento.

  Luego de numerosas y nerviosas partidas en falso, lo que evidentemente alteraba los ánimos de humanos y animales, se logró hacer tronar en el ambiente el esperado grito de “¡larguen!!!”, tal como era lo convenido.

  El Malacara, con un pique magistral, salió con tres cuerpos de ventaja. El Sargento, luego de cruzarse en la salida, pronto se acomodó y enfiló en la búsqueda de su contrincante.

  Poco pasó hasta que el corcel británico le dio alcance a su oponente y logró superarlo por pocos metros, ante la desesperación de los parciales criollos y la algarabía de los extranjeros.

  En ese preciso momento, las apuestas comenzaron a redoblarse a favor de las patas del Sargento, sobre quienes pocos dudaban de su segura victoria. Solamente los Mendoza y algunos pocos allegados,  aceptaban ahora apuestas doble contra sencillo. Ellos no modificaban su fe en el caballito criollo.

  Al enfrentar el poste de los 700 metros, se lo vio entrar primero al Malacara, para sorpresa de unos y otros. A los 800, parecía que el rival se había recuperado y nada lo podía distraer de su objetivo. A los 900, uno; a los mil, otro. Tal era la alternancia en la vanguardia y tal era el cambio de carácter de cada uno de los aficionados.

  A los 1.200, estaban a la par y el Malacara pedía rienda. Igualados, llegaron a la raya pasando con el último fustazo. “El gentío se precipita levantando una nube de polvo que cubre el teatro –como una cortina- de la última escena de aquel espectáculo apasionante. Un coro de alegre gritería conmueve el espacio, cada uno adelanta el triunfo de su favorito. La tensión del público, no es para narrarla. El juez de carrera, picando su caballo, se acerca por turno a cada uno de los rayeros y les requiere en secreto la confesión del triunfo.”

  Todos esperan el veredicto inapelable. Ya nadie repara en la belleza inmaculada de las niñas agraciadas desde sus finas volantas. Los gritos acallaron, las damas no quieren mirar, los niños piden mayor altura para no perderse detalle de semejante definición de la histórica jornada que han visto desfilar ante sus noveles ojos.

  El juez, lentamente se aproxima y empinándose sobre sus estribos, gritó con su voz más estentórea “¡Ganó cortando el Malacara!”.

  Miles de sombreros fueron lanzados al aire en jubilosa señal adoptada de las más enraizadas maneras europeas. Miles de pesos cambiaron de bolsillos y más de uno entregó en ese mismo acto “su lindo caballo ensillado con herrajes de plata labrada que lo había jugado a mala”.

  Consultado en medio de semejante barullo y emoción, el bravo jinete Aragón lacónicamente afirmó sobre los motivos de su gran triunfo “el Sargento tiene cuatro patas sanas como el Malacara”, tras lo cual se retiró a refrescar su ánimo tan victorioso.

  Del lance, se habló hasta muchos años después, pero, misteriosamente, nunca se volvió a realizar pese a los enojosos pedidos de revancha de los atribulados ingleses, que clamaban por su honor.

  -¿Le gustó, joven?

  -¡Ajá!

  -Bien…ahora lo dejo, será hasta más ver…

  -Dele –volví a responder de mala manera en esa tan fresca nochecita de abril, en este pago.

    

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publicado por pico a las 10:57 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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