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Quisto Ladio blog
El blog de Pico para compartir con el mundo
17 de Febrero, 2010 · General

UN QUISTO LADIO EN FRAYLE MUERTO





El romance de Lucía Miranda

 

Enfrascado en vaya a saber cuales provechosos pensamientos, transitaba despreocupado mientras me internaba lentamente en la acogedora espesura del Parque Francisco Tau, de la ciudad de Bell Ville. Solamente acompañado por dos contenedoras bolsas de supermercado, me dirigía a una amable reunión a la cual había sido convocado por afines coterráneos, habida cuenta de lo apropiado de la canícula reinante en un cualquier enero pampeano y llanero. El escenario propuesto, entonces, era inmejorable para disfrutar a pleno de los legendarios rituales a los que allí se acostumbra convidar en conjunción exacta con el paisaje, generación tras generación.

  Confundido entre las sombras de un caprichoso espinillo de ocasión, singularmente una figura se me apareció ante mi vista, no más de tiro de cascote. No la reconocí.

  -Como le va compadre –me sonrió la silueta, mientras yo detuve mi camino sorprendido.

  -¿Y, usted, quien es? –insinué sin poder advertir la menor familiaridad con un añoso rostro que comenzó a tomar forma en la fronda de bajas ramas.

  -Llámeme Agustín...solo eso... –dijo, mientras estiraba la mano en señal de buenas migas.

  -Ajá..don Agustín, será...por no ser guaso! –respondí espontáneamente, mientras me pareció estrechar la diestra de una estatua.

  -Vine a verlo porque me parece que le gusta comentar de la historia de este pueblo...y como soy algunos años más veterano, algo podría aportarle...¿Le parece...?

  Casi sin articular palabra decidí eludir cualquier tipo de requisitoria policíaco-existencial y solo atiné a procurar unos bancos desocupados a la vera de un iluminado asador de adoquines, donde dispuse el contenido de los envoltorios a la discreción del aparecido. Sin mediar inconvenientes, pronto la conversación se hizo cada vez más amable y las vituallas comenzaron a ralear. De a poco, don Agustín se apoderó del argumento y las imágenes comenzaron a tener mayor sentido.

  A bordo de un lenguaje castizo, durante el uso del cual no faltaban giros idiomáticos largamente desusados, mi repentino narrador supo dejar en esa noche, esto que dice, más o menos así:

  “Mucho antes de que este lugar se diera por conocido, bastante más allá de los primeros pobladores, más allá aún de sus probables fundadores y más allá del propio sargento Lorenso de Lara, existen datos de conquistadores que han transitado estos parajes. De ellos mismos se desprende una de las primeras historias románticas que han tenido lugar en tiempos de la conquista a manos del español. La famosa historia de la sevillana Lucía Miranda.

  Parece que la tal Lucía llegó a estas orillas a bordo de la flota que encabezaba Sebastián Gaboto, uno de los más singulares capitanes expedicionarios que habían salido de  España con cometidos de conquista, lo que al incursionar en un brazo del río Paraná, determinó el 27 de mayo de 1527 la creación de la primera fortificación en estas tierras bajo el nombre de Sancti Spiritu. Hasta ahí, de manual...

  Urgido Gaboto por supremos intereses, procedió a marcharse del lugar dejando una fuerte dotación entre la cual se encontraba el oficial Sebastián Hurtado y su esposa Lucía Miranda. Los españoles no tardaron en mimetizarse con el agreste entorno del futuro suelo santafesino, conviviendo en buenos términos con los originarios timbúes, quienes aceptaban de buen grado la convivencia y la interrelación.

  Su cacique, llamado para la historia de las leyendas, Mangoré, no perdía oportunidad en apersonarse con cualquier excusa a la atractiva europea a quien cada vez veía con mejores ojos. La mujer, aparentemente, no intentaba desairar los devaneos del nativo, por lo que este fue poseído por un amor tan irreflexivo, que lo llevó a declarárselo abiertamente a la extranjera. Ésta, evaluando su alto compromiso previo, rechazó la proposición dejando al líder Thimbu, mal herido de amores.

  De inmediato, el descorazonado, armó una inmediata estratagema para conseguir de cualquier modo la compañía de la mujer. Para ello interiorizó de sus planes a su hermano menor, y segundo en poderío tribal, Siripo, argumentándole que era menester abatir a los españoles antes que se convirtieran en sometedores de su tribu.

  El plan incluyó la preparación de cuatro mil guerreros. En una jornada en que una patrulla de once soldados – incluido el esposo Hurtado-  abandonaba el fuerte a fin de obtener víveres, los caciques, junto a un reducido grupo oriundo, aparecieron dentro del asentamiento europeo con ofrendas y alimentos que entregaron a sus vecinos. De este modo obtuvieron la posibilidad de pasar la noche allí.

  Ya entre tinieblas, los conjurados neutralizaron a los guardianes de la fortificación, habilitando el ingreso de los cuatro mil asaltantes. Todo sucedió tan repentina y estudiadamente que poco duró la resistencia. No obstante, cuando Mangoré ya había hecho cautiva a Lucía para llevarla a sus posesiones, cayó muerto por las armas españolas.

  Victorioso, su hermano Siripo, al ver el cuerpo exánime del cacique, quiso completar la verdadera intención de aquella afrenta y se alzó con la española para hacerla su mujer, no sin antes destruir todo lo que encontrara a su paso.

  Al poco tiempo, la partida encomendada de expedicionarios regresó al fuerte, observando con pavor la escena en ruinas y comprendiendo las terribles circunstancias que debieron atravesar sus fenecidos connacionales. Hurtado, al no encontrar entre los despojos a su amada, no lo pensó y se dirigió de inmediato al campamento Timbú. Allí, fue tomado como esclavo, bajo la advertencia de no perturbar a la nueva esposa del nuevo cacique Siripo.

  Mal pudo cumplir con su promesa y más temprano que tarde fue denunciado de encuentros furtivos con su adorada Lucía. Esto obstó para que Siripo, enfurecido determinara la muerte inmediata del soldado y la quema en una pira de la tan disputada Lucía Miranda.

  El resto de los diez soldados expedicionarios de Gaboto, al mando del oficial Francisco César, pudieron quedar a salvo de aquella lírica matanza de 1529. Librados a su suerte, se propusieron remontar los riachos interiores de la intrincada naturaleza americana, a fin de cumplir con los mandatos de sus monarcas, de sus superiores militares y de su ilimitada ambición personal. A medida que avanzaban, los bosques y los montes se hacían más frondosos y las alimañas mucho más peligrosas. Solamente el fuego les permitía pernoctar a salvo y cocinar las más desconocidas especies para su propia subsistencia.

  “Así llegaron a un lugar que un siglo después sería conocido con el nombre de Frayle Muerto, en donde tenían sus toldos las tribus de los ‘litines’ indios mansos y hospitalarios que acogieron a los aventureros con devota admiración, estableciéndose muy luego, corrientes de simpatía entre los unos y los otros” –me narró don Agustín a pocos segundos de levantarse de su aposento y partir como quien va para el lado del Hospital, pero cruzando el río entre la bruma.

  Ojalá que vuelva. Quisiera saber que fue de la vida de esos conquistadores a la deriva, mucho antes que llegáramos nosotros. 

 

II

La errónea epopeya de Los Césares

 

Habían pasado algunos meses de aquel mágico encuentro con el misterioso “don Agustín”. Del relato pormenorizado de la leyenda de Lucía Miranda y los españoles trashumantes, muy poco yo recordaba, aunque mi intriga por la continuidad de la historia había ido superando al fantástico suceso de la aparición abrupta en mi camino de aquel anciano de tan buenas maneras que, de la nada, se me había presentado. 

  Ya habían pasado los sofocones acostumbrados del verano llanero y las nochecitas se mostraban bastante más apacibles en todo su amplio sentido. En una de esas, yo andaba en cercanías de las tres calles que rodean el edificio del Mercado Municipal, precisamente por Sáenz Peña, cuando lo vi de nuevo.

  -¡Joven! –adelantó el saludo.

  -¡No me diga que es usted! –devolví estúpido, como si en la respuesta hubiera revelaciones.

  Como fuera, lo extremadamente llamativo de esos inverosímiles encuentros era la pasmosa naturalidad con que ambos coincidíamos al vernos.

  -¿Quiere que vayamos hasta el Parque...? –interrogó invitante.

- Dele –no sé si hice bien en responderle.

  Don Agustín -por tratarse de una aparición- conservaba un paso bien seguro, soberbio y de persona de importancia. No trepidaba, ni vacilaba al dirigir sus pasos por la Tucumán, rumbo al río. Evidentemente, ese era su hábitat natural, su entorno propicio. Diez pasos más adelante que yo, se apresuró en llegar hasta el árbol que recuerda el paso de Belgrano por la población y se detuvo ensimismado bajo su fronda. Yo lo dejé hacer y lo esperé.

  De a poco, llegamos hasta los bancos de piedra bola y cemento, justo al reparo de un aguaribay fornido que parecía abalanzarse sobre el par de vasitos plásticos obtenidos a las apuradas instantes atrás.

  -Templada, la nochecita –atiné a balbucear. Ya se sabe que hablar del tiempo es un eficaz mecanismo para iniciar o prolongar cualquier conversación entre humanos.

  -Será...-respondió parcamente el anciano, sin prestar mayor atención a mi meteorológica observación..

  -Sabe –contraataqué- me dejó inconclusa la historia de los soldados, la otra vez...

  -Es que se hizo tarde –mintió don Agustín, a sabiendas de que yo entendía que poco puede tener de decisivo el tiempo para las apariciones, los fantasmas o las alucinaciones.

  Casi inducido por un frío e inexplicable mecanismo interno, mi exclusivo narrador comenzó a desgranar la continuidad del derrotero de aquellos diez expedicionarios españoles que, salvados milagrosamente de la masacre de Sacti Spíritu, supieron guiarse rumbo adentro de las nuevas tierras (para ellos), tomando como ruta inmejorable el caprichoso cauce de los ríos llaneros interiores. Así, ellos, habrían sido los primeros europeos en pisar suelo bellvillense, bastante tiempo antes del fallecimiento en extrañas circunstancias del desdichado sacerdote que, con su sacrificio, aún designa históricamente la parte territorial que ocupa la ciudad motivo de estas letras.

  Don Agustín, se retrotrajo al encuentro de los aventureros foráneos y los naturales “litines” habitantes del lugar, relatando singularmente, a veces en tercera persona, pero muchas otras, como si su protagonismo hubiera alterado cada suceso por él mismo recopilado.

  -Los indios litines se llamaban así porque estaban comandados por un cacique precisamente conocido como “Litín” y extendían sus dominios de norte a sur de esta región.

  -Mire usted que bien...-interrumpí absolutamente interesado- Usted me habla de los habitantes originarios y yo conozco al “último litín”, un descendiente, seguramente, de aquellos moradores, de inequívocos rasgos lugareños y de apellido Cabral...¿Le dice algo el apellido? –consulté.

  -La verdad que no lo tengo presente...En esos tiempos, todos eran de nombre “litín”, a lo mejor el apelativo Cabral vino luego del paso de los expedicionarios, tal vez...-memoraba.

  Para mayor ilustración y a efectos de dejar firme testimonio de que no dubitaba en su relato, don Agustín amplió detalles sobre la vida de los autóctonos.

  -Esta gente, era de una amabilidad y hospitalidad llamativa; dedicaban sus horas a la recolección, la caza y la pesca, todas abundantes en la zona. También se daban tiempo para la pintura, la cerámica y la escultura, fruto de lo cual se han encontrado numerosas muestras de vasos, vasijas, botellones y otros enseres de fina hechura, atento al paso del tiempo...

  Ya sin mis acotaciones, el sabio recopilador ahondó en ese preciso choque de culturas que significó la presencia en estos lares de los nueve hombres de armas llegados desde España traídos por Sebastián Gaboto -ahora al mando del oficial Francisco César- por un lado y, los habitantes y propietarios por derecho natural de las tierras a la vera del río llamado Ctalamochita por la tribu de Comechingonia.

  Al parecer, Litín y sus súbditos, recibieron con pompa indígena a “los Césares”. Los agasajaron, los escucharon, les hablaron de su vida en la llanura, de las propiedades de la flora lugareña, de la variada fauna de la que se servían para su subsistencia, de sus dioses y sus costumbres.

  Una, de tales maneras, no dejó de sorprender a los ultramarinos, ya que obligaba a los bienvenidos a desposarse con las doncellas del lugar, las núbiles hijas de los amables litines.

  Lejos de contrariar las ancestrales disposiciones de los lugareños, los diez Césares, se dispusieron a seleccionar cuidadosa y probadamente cada postulante al matrimonio, habida cuenta que un casamiento, sea en la región del mundo que sea, es un compromiso para toda la vida y no es conveniente actuar con premuras que después devengan en desafortunados arrepentimientos.

  Una vez concertados los esponsales, cada español honró con su apellido a la feliz desposada, dando inicio a la difusión de la herencia peninsular en las tierras conquistadas.

  Tanta placentera y rutinaria vida, no estaba hecha para el espíritu aventurero y ambicioso de la tropa sobreviviente de Gaboto. Sin perder la prudencia, más tarde que temprano, los nueve, más su jefe, volvieron a la incertidumbre de los caminos guiados por las estrellas, tal su marina costumbre.

  Así, cruzaron riachos, lagunas y bosquecillos. Ilustrados por los litines, supieron aprovechar el chañar, el algarrobo, el mistol, el piquillín, con sus panales hinchados de la mejor miel y cazando y pescando, lograron mantener su paso firme rumbo a lo desconocido y sin un propósito preestablecido. El cometido inmediato era marchar. Marchar siempre hacia delante, solo eso.

  Ya habiendo alcanzado el origen de ese río-camino-ruta, ahora lo conveniente era atravesar las serranías que se dibujaron de a poco ante la mirada inquieta de los expedicionarios. Supieron de los Comechingones, los Huarpes y la presencia atemorizante de los Incas, cuando observaron el “puente del Inca”, al pie de la que consideraron infranqueable cordillera andina.

  Fue allí, en la actual región cuyana, donde decidieron establecerse los nueve hombres de mar y su jefe Francisco César. Los “Césares”, transformados en dóciles agropecuarios producto de la nueva vida que fueron adquiriendo, camino sobre camino, hecho a machete y ambición.

  Recordando la usanza “litina”, junto con sus moradas procuraron esposas nuevas, obteniéndolas de los fornidos Huarpes, gente mucho más celosa que los apacibles cordobecitos bellvillenses, ante lo que, un nuevo abandono de hogar, se desdibujó pronto de las mentes supervivientes de los soldados, ahora padres de familia.

  Como digno premio a su nueva condición, pronto la prosperidad los llevó a comercializar sus productos con las incipientes urbes y asentamientos reales diseminados por todo el territorio.

  La noticia corrió tanto que llegó a España. La fábula no tardó en tomar desmesuradas dimensiones y se llegó a hablar de fabulosas cantidades de oro que “los Césares” habían acumulado gracias al comercio con los pueblos de Perú y Chile, sitios donde abundaban los minerales preciosos.

Pronto, toda expedición se volvió un velado tour donde se invitaba a conocer la ciudad de “Los Césares”, donde existían calles construidas con ricos metales y, una vez allí, volverse extraordinariamente millonario en oro, plata y piedras preciosas, con el solo riesgo de tener que asesinar infieles que no contaban con la gracia divina.  

  -Probablemente, don Agustín, si aquellos diez hombres se hubieran quedado disfrutando de la acogedora atención de nuestros litines, no hubieran tenido necesidad de mudarse tan lejos y dar lugar a las leyendas de riquezas fáciles y repentinas que tanto daño nos hicieron a los pueblos originarios de esta parte del mundo...¿No le parece...? ¡Eh! ¡Don Agustín!! ¡Hombre...Qué no me ha respondido!!

  ( ¡Uy! ¡Yo también me estoy volviendo castizo!!) 

    

 

 

  (continuará)

 

 

 

 

  

 

 

 

  

    

   

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